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Los economistas, los gurús y la kermés del buen capitalismo 

Por Fernando Oz (*)

Los nuevos tiempos, cambios de eras, recambios generacionales, new dawn o como tengan ganas de llamarlos, suelen traer flamantes modas y corrientes de pensamientos –que por lo general no son nuevas, sino que son transformadas a las necesidades del momento–, muchos falsos profetas y gurús de morondanga, como los que pululan dando lecciones de vida en las redes sociales. La cuestión es que los otros días estuve escuchando unos tipos que hablaban sobre las bondades del “buen capitalismo”, que las “viejas democracias” tenían que “ceder derechos” para poder ser suplantadas por las “nuevas democracias” y que “la libre competencia” hará un mejor país y mundo. Vaya kermés.

Convengamos que el sistema político-económico que rige en nuestro país es el de una democracia capitalista. Podrá gustar más o menos, habrá momentos de mayor democracia y otros donde el capitalismo se ve más fuerte, pero los dos principios opuestos van de la mano. Uno más racional, el otro algo más salvaje. Uno más utópico, el otro más realista.

No sé ustedes, pero en lo personal no conozco ninguna competencia que no genere desigualdad. Uno sale primero y otro segundo. Se gana o se pierde. Y el libre mercado se somete a esas reglas, a su vez, el capitalismo obedece a las leyes del mercado. Algunos creen que sin competitividad no habría crecimiento ni excelencia ni productividad. En consecuencia, siguiendo esa lógica, ya sabemos cuál es la senda del desarrollo económico: la competencia.

Ahora, qué sucedería si dejamos a un país librado únicamente a la ley del mercado. Lo más probable es que se vuelva económicamente desarrollado y socialmente desigual. Para balancear la cuestión se encuentra la democracia, donde el voto de quien ganó en la competitiva ruleta del mercado es exactamente igual al que perdió.

Como por lo general, por no decir siempre, los “perdedores” de la exigente compulsa por vil metal del capital son más que los “ganadores”, la democracia tiende a inclinarse por los muchos que tienen menos. Y así se obtiene, al menos en la teoría, un equilibrio. De un lado el mercado empuja hacia el crecimiento económico mediante la competencia; del otro la democracia procura igualar los tantos –lo cual sería tan destructivo como utópico–, limar al menos sus altibajos más irritantes para salvar en el camino la paz social.

Esto en la teoría es bárbaro. Sin embrago, en la realidad la democracia capitalista vive al borde de peligrosos desequilibrios y el llamado Estado de bienestar viene en caída libre desde hace años, pese al avance de las tecnologías, al Foro de Davos y a toda la parafernalia futurista que quieran poner. Pasa que un Estado sin mercado suele dar lugar al estancamiento económico y a la inflación.

En los ’90 resurgieron las teorías económicas liberales y se dejó de lado el estatismo para volver a creer en la competencia del libre mercado. Aquella ola mejoró la performance de la economía, en especial la de los más fuertes de las grandes ligas, pero los costos sociales fueron altísimos, sobre todo para los países emergentes. No fue sólo un problema serio para Argentina, sino que también para la vieja Europa, incluso para la meca del capitalismo: Estados Unidos, donde el 25 por ciento de la población se enriqueció cada vez más y el 75 por ciento restante quedó condenada a trabajos relativamente mal pagos.

Hay provincias, en las que incluyo a Misiones, que aprendieron las lecciones de los ’90 y desde hace años mantienen por regla no endeudarse y mantener un equilibrio fiscal, que no es más que el justo medio entre el capitalismo y la democracia.

En la Nación, esa entelequia, se encuentra en un triángulo complejo, por momentos vicioso. Uno de sus lados es el alto déficit de las cuentas públicas. El segundo, la recesión económica que se prolonga. El tercero es la creciente deuda social para con los desempleados, los jubilados y los necesitados.

Este triángulo se presenta como vicioso porque cualquier intento por resolver los problemas de uno de sus lados promete agravar los problemas de otro. Si se acude a una mayor presión impositiva para remediar el déficit fiscal, se agravará la recesión. Si se acuerdan desgravaciones a la producción, habrá más déficit. Si se empieza a atender en serio a la deuda social, también se agravará el déficit. Javier Milei eligió el libre mercado, al todo o nada.

Aquí está en juego el sentido de la comunidad. Si hay muchas personas desempleadas o mal pagas quedan al margen, la comunidad se derrumba y el largo desequilibrio nos llevará a la catástrofe. Entonces, mantener el equilibrio entre la comunidad –el conjunto, la democracia– y el mercado no es fácil y es demasiado importante para dejarlo exclusivamente en manos de los economistas o de los gurúes del momento. Es que no es sólo un problema económico. También es un problema político.

Tengamos cuidado con los nuevos profetas que descontextualizan más de tres mil años de historia, en el mejor de los casos, y que acompañan, muchas veces sin saberlo, las nuevas olas generando un mensaje de insensibilidad social, para que el sálvese quien pueda sea parte de la “sana competencia”, como fieles herederos del gen egoísta.

(*) Escritor, periodista y licenciado en Relaciones Internacionales. Grupo Atlántida.

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