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San Óscar Romero, el santo de los derechos humanos

El 24 de marzo de 1980 en El Salvador, fue asesinado el Obispo Oscar Romero. Mientras elevaba el Cuerpo de Cristo en plena celebración eucarística, un disparo de los “escuadrones de la muerte” ponía fin a su vida. Cuatro años antes, Argentina comenzaba a transitar la página más oscura de su historia. El terrorismo de Estado asolaba a gran parte del continente.

Por Gustavo Verón

“En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”, fueron las últimas palabras del Obispo. Fue en la misa de Domingo de Ramos. Desde el altar dio un grito suplicante y a la vez una exhortación porque “ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios, que dice No Matar”, proclamaba el prelado. Esa semana, una oleada de asesinatos dejaba 43 cadáveres en plena capital salvadoreña.

“Deseo ser una hostia para mi pueblo”

Óscar Arnulfo Romero nació en 1917 en Ciudad Barrios (El Salvador). De familia humilde y segundo de ocho hermanos, después de la escuela estudia para carpintero; pero más que carpintero quiere ser sacerdote, así que a los trece años ingresa al Seminario menor claretiano de San Miguel y en 1937 pasa al Seminario de San José de la Montaña de San Salvador, dirigido por jesuitas. Ese mismo año, se traslada a Roma para estudiar teología en la Pontificia Universidad Gregoriana; allí conocerá a monseñor Giovanni Battista Montini, el futuro papa Pablo VI. El día de su ordenación sacerdotal, 4 de abril de 1942, escribe en su diario: “Deseo ser una hostia para mi diócesis”. Casi una profecía de cuál iba a ser su destino.

Regresa a El Salvador, a causa de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, siendo nombrado párroco de Anamorós y, sucesivamente, de San Miguel. En 1968 es elegido secretario de la Conferencia Episcopal; dos años después, Pablo VI lo designa obispo auxiliar de San Salvador y, en 1974, obispo de Santiago de María. En 1977 lo llama para suceder al arzobispo metropolitano de San Salvador, Luis Chávez González, portavoz de una pastoral social muy intensa. Su nombramiento suscita perplejidad, pues la índole contemplativa de Romero no parecía la más adecuada para enfrentar la dramática situación de un país que en aquella década vive una guerra civil entre las fuerzas armadas y diversos grupos insurgentes a causa de la falta de libertades, la gigantesca brecha entre ricos y pobres y la posesión de la tierra en manos de pocas familias. Se teme que el compromiso de la arquidiócesis con los pobres se atenúe.

Fue todo lo contrario. El Obispo Romero fue un activista, un contemplativo en la acción, y su compromiso con los derechos humanos fue un legado indiscutible. Tras el asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, Romero hombre pacífico pero no sumiso, siente una responsabilidad pública. Su anuncio del Evangelio es también denuncia de la situación de su grey: crea inmediatamente una comisión para la defensa de los derechos humanos y se hace voz de los que no la tienen. Llama a la reconciliación acompañada de la justicia, pero no justifica la violencia revolucionaria como respuesta a la institucional, y apela con fuerza a soluciones negociadas. Las madres de los desaparecidos, los campesinos, los expropiados, son su rebaño.

Los tres años de la vida de Romero como arzobispo de la capital salvadoreña son su calvario y el culmen de su misión. Los asesinatos de campesinos, sacerdotes y catequistas arrecian, la opción preferencial del arzobispo por los pobres pasa por ser una forma de agitación social, se boicotea la transmisión de sus homilías por la radio diocesana, que en un solo año sufre diez atentados con bombas. Mientras se estrecha el cerco en torno a su persona, algunos sectores de la jerarquía eclesiástica lo marginan o lo abandonan a su suerte.

“La homilía de fuego”

La “homilía de fuego” del Domingo de Ramos y su llamado a que cese el derramamiento de sangre fue justamente la causa de su sangre derramada a la manera de un mártir. “Que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo”, fueron sus últimas palabras. Desde la ventanilla trasera de un descapotable rojo, parado enfrente de la capilla del Hospital de la Divina Providencia, sale un proyectil certero. El arzobispo es atravesado por el disparo de un rifle. Muere el pastor, nace el mártir. El Papa Francisco lo proclama beato en febrero de 2015.  Su canonización tuvo lugar el 14 de octubre de 2018 en la Plaza de San Pedro.

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