Cuando se habla de la actual crisis yerbatera como si fuera un capítulo más de una serie histórica —1936, 1966, 1989, 2001, 2024— conviene encender una luz amarilla. Porque si bien la yerba mate tiene sus ciclos, sus crisis no son accidentes meteorológicos. No es el tiempo el que castiga al productor, sino el modelo.
Naturalizar el colapso del precio de la hoja verde como parte de un “vaivén económico” es, en el fondo, una forma elegante de no hablar de poder: de quién fija los precios, de quién importa sin control, de quién se queda con la diferencia entre la góndola y la chacra.
En los últimos años, el sector no perdió rentabilidad: perdió reglas. Desactivar los mecanismos regulatorios, debilitar el rol del Estado y dejar a los pequeños productores librados a “la negociación libre” con los molinos no es parte de una ley natural: es una decisión política con efectos conocidos. Y previsibles. La desregulación no fue una sorpresa: fue un saqueo con plan.
También es falso que la presencia de organismos como el INYM no haya marcado diferencia. Justamente, su creación en 2002 fue una respuesta al abandono liberal de los ‘90. El argumento de que “con o sin organismos hay crisis igual” equivale a decir que da lo mismo tener ley laboral o no, porque igual hay desempleo.
Hoy, con miles de familias atrapadas en chacras improductivas, con cosechas frenadas y con el precio de la yerba cayendo en términos reales más del 25%, volver a hablar de “reconversión productiva” como si fuera un proceso espontáneo es lavarse las manos. No se trata de “ineficiencia rural” ni de falta de visión comercial. Se trata de una estructura de mercado diseñada para concentrar riqueza y dispersar pobreza.
La historia no se repite: se permite que se repita. Y mientras los paquetes premium se venden como boutique en la ciudad, en las colonias se sigue podando a machete, durmiendo en galpones y cobrando monedas. No: la yerba no se cayó sola. La empujaron.
