Una apendicitis de urgencia puede matarte y también puede disfrazarse de Cupido. Valeria entró a la guardia de un sanatorio porteño en medio de la noche doblada en dos. La primera médica que la vio evaluó la posibilidad de tuviera un quiste ovárico o una gastritis. Los estudios no mostraron nada. Los análisis de sangre revelaban unos glóbulos blancos un poco altos. Nada alarmante. En esas horas de espera entre ecografías y extracciones, remedios suministrados de manera endovenosa y preguntas de distintos especialistas, Valeria a duras penas podía entretenerse con su celular. Estaba sumamente dolorida y con escalofríos.
Los remedios le calmaron un poco las molestias. Sentía náuseas, tenía un poco de fiebre y, también, diarrea. A las cinco de la mañana finalmente la obligaron a tomar un líquido que le costó tragar y la enviaron para hacerse una tomografía. Así fue que llegó el diagnóstico: apendicitis. Le dijeron que su apéndice estaba en una posición imposible de ver de otra manera. Iría a quirófano apenas llegara el cirujano. Sus padres estaban con ella.

Se la llevaron por los pasillos en una camilla y miraba el techo blanco. Iba con miedo. Nunca la habían operado de nada. Nunca la habían dormido. Llegó a una sala llena de gente que le hablaba amablemente y de repente chau, se durmió.
Cuando quiso darse cuenta ya había sido operada. Se despertó en un coqueto cuarto donde estaban sus padres. Ellos le dijeron que había sido por laparoscopía y que estaba todo bien. Que más tarde pasaría el cirujano que la había operado a verla.
Las vueltas de la vida
Pablo abrió la puerta sin golpear. Llevaba el ambo de médico abierto, una remera celeste debajo, un pantalón claro y zapatillas. Sonreía con una cara tan bronceada que parecía haber llegado de unas vacaciones caribeñas el día anterior. Dijo un fuerte y nada tímido “Buen día, soy Pablo, el que te operó” y la encaró directamente para preguntarle cómo se sentía. Valeria sintió que se había transformado en la protagonista de una telenovela ridícula. Ella era un estropajo al lado de ese hombre atlético, buenmozo y joven. ¿Ese sujeto que parecía un actor de cine era el que le había sacado su apéndice? Conversaron unos pocos minutos y le dio algunas indicaciones que después debieron recordarle sus padres porque ella estaba como dormida, como en una nube: “Me sentía La fea durmiente a la que había despertado el príncipe jajajajaja. El médico era un bombón y yo no podía pensar en otra cosa que si me había visto en bolas en la camilla, porque dicen que siempre te sacan todo, o en qué cara tendría yo porque llevaba horas sin bañarme, sintiéndome horrible con el pelo hecho un asco. ¡Había vomitado varias veces esa noche pasada!”. Valeria en vez de preguntar por cómo había sido la operación, él dijo que había sido por laparoscopía y que le habían hecho tres agujeritos, quiso saber por qué tenía ese buen color de piel. Pablo le dijo que hacía ciclismo.

“Guau, ¡qué tipo! Y justo me lo vengo a encontrar en este estado”, pensó Valeria sin poder concentrarse todavía. Ella venía de estar cinco años de novia. Había roto dos meses antes de este contratiempo quirúrgico y, en un par de meses, viajaría a Gran Bretaña para hacer un programa de inglés intensivo. “Tenía 26 años, estaba un poco rota por el fin de mi larguísimo noviazgo y ya me había recibido de contadora. Así que tenía todo armado para irme a realizar este curso de inglés avanzado en el Reino Unido y fantaseaba con enamorarme de alguien afuera. La noche antes de la cirugía había estado en un cumpleaños de una compañera de la facultad. Me desperté en medio de la noche sintiéndome pésimo, con mucho dolor de panza. Pensé que me había caído algo mal porque había comido de todo. No pude volverme a dormir y nada de lo que tomé me hizo efecto. Estaba hecha un ovillo en mi cama así que decidí despertar a mi vieja. A mí nunca me duele nada, no soy de enfermarme. Ella me subió al auto y me llevó a la guardia. Ahí empezamos a girar por los consultorios porque no llegaron rápido al diagnóstico. Que si eran los ovarios, que si podía ser una gastritis o cualquier otra cosa. Ecografías, estudios de sangre. Nadie dijo al principio que podría ser apendicitis porque no se veía nada. Hasta que un médico me apretó en un lugar y cuando soltó pegué un alarido. Recién ahí, muchas horas después empezaron a pensar en eso y me indicaron una tomografía con contraste. Me llevaron a quirófano temprano por la mañana. ¡Menos mal porque estaba a punto de estallar! Lo primero que pensé es qué suerte que había tenido de que esto pasara en mi país y no estando sola en Gran Bretaña. Porque hay gente que se demora y no llega a tiempo a ningún lado. Si se te hace una peritonitis podés morir por la infección. Cuando yo estaba en cuarto año del colegio, un chico de segundo, tuvo apendicitis y llegó tarde a operarse. Se le convirtió en peritonitis y murió por una septicemia. Me impresionó tanto su caso que jamás me olvidé de él, pero justo ese día en que me sentí mal no pensé que podría ser eso lo que me pasaba”, relata Valeria, hoy con 34 años.
Atracción sin anestesia
Valeria había caído en manos de un cirujano de guardia joven, de 38 años, super deportista, soltero y carismático. Eso lo supo después porque primero fueron las manos de él las que se ocuparon de sanar su cuerpo. Pablo contaba con ventaja: cuando entró a la habitación ya conocía a su paciente, por lo menos físicamente. La había tenido más de una hora en la mesa de operaciones.
Valeria no recordó haberlo visto antes de que la anestesiaran: “Fueron varios los que me saludaron. Un anestesista, una enfermera y otros. Así que no me fijé en él. Pensá que yo estaba aterrada mirando el techo. Pero a partir de esa visita me empecé a preguntar si me habría visto desnuda… ¡Qué vergüenza! Me había conocido dormida y sin yo tener el control de nada”. Ese primer día que charlaron Pablo habló más con su papá de deporte que con ella.
“Cuando se fue todos estábamos encantados. Que buen tipo parecía. Estuve internada ese día y el siguiente y vino a verme como cuatro veces más. Yo no sabía si eso era lo normal. ¡Después me enteré de que tantas veces no! Jajajaja, Pasó esa tarde, a la noche antes de irse y a la mañana siguiente dos veces. Yo sentía cada vez que entraba nervios en el estómago. Pensaba que me dolía la operación, no sé, pero se me retorcía la panza. Salí del alta con su número agendado en mi celular. Tenía que ir unos días después a que me viera la herida. Y luego a sacarme los puntos. Hasta ahí todo era de lo más normal. Solo que me emocionaba verlo y sabía que me gustaba demasiado. Creía que era ridículo que me gustara el médico. Además era muy simpático, pero sería con todas las pacientes igual. O quizá era un chamuyero, pensé. No tenía idea qué onda él , si estaba de novio o en qué andaba. Anillo no tenía y por lo que había hablado con mi viejo no era casado ni tenía hijos”.
Demorar a todos y la primera salida
Valeria fue al consultorio del cirujano la primera vez a los ocho días de su cirugía. Se vistió pensando bien qué usar, se maquilló y fue entusiasmada: “No pensaba nada en especial, solo quería que me viera linda y bien arreglada, no con esa bata horrible del sanatorio. Logré impactarlo. Cuando entré me dijo algo que no recuerdo bien qué fue, pero noté su sorpresa. Sentí su mirada. Lo increíble fue el tiempo que se tomó conmigo. Después de mirar las heridas hablamos un poco de todo y me preguntó por mi vida. Ahí ya me di cuenta de que esa consulta excedía cualquier normalidad. Feliz yo también pregunté bastante y ¡¡atrasamos al resto que esperaba afuera!! Cuando me fui me dio vergüenza porque había estado como una hora”.
Valeria se fue con la siguiente cita concertada para que le quitara los puntos. Después de eso quizá ya no habría motivos para volverlo a ver. No tenían a nadie en común. Pablo era del interior y más de diez años más grande que ella. Valeria empezó a pensar en qué podría hacer para tener alguna oportunidad más con él.
La segunda consulta ocurrió unos nueve días más tarde. “Fue igual de intenso todo. Miradas, charla y otra vez demorando el consultorio. Antes de irme me dijo que sabía que no correspondía, pero que tenía ganas de tomar algo conmigo en otro ámbito…”, recuerda con una sonrisa. Valeria le dijo que sí feliz, lo hablarían por teléfono.
Él la mensajeó unos ocho días después y combinaron el encuentro. Irían a comer por Palermo Viejo.
“Yo vivía con mis padres todavía, pero no les dije con quién iba a salir porque no quería escuchar consejos o peroratas. Sabía que iban a empezar con que era muy grande, con que no sabía nada de él, etcétera. Me pasó a buscar en su auto y fuimos a comer a un lugar muy cool. Me encantó mal. Enseguida sentí que era el hombre de mi vida. A la vuelta nos besamos en su auto y me bajé mareada de amor”.
Las salidas se reprodujeron. La atracción era total. Pablo le dijo que, desde que la vio dormida, pensó que era una mujer interesante: “Jajaja, yo le dije que eso era puro chamuyo suyo porque no me había visto ni la mirada ni escuchado la voz. Pero él insistió en que sintió algo distinto en el cuerpo, como electricidad. Pablo no era un tipo enamoradizo, para nada. Así que bueno debe ser cierto”.
Pablo vivía solo así que rápidamente Valeria comenzó a quedarse a dormir en su departamento. A sus padres les decía que se quedaba en lo de una amiga. Como Valeria tiene dos hermanas más chicas, sus padres estaban suficientemente distraídos como para no percatarse de sus mentiras: “De todas formas yo ya era bastante grande y estaba a punto de irme a vivir un tiempo afuera”, reconoce.
La fecha para irse a Gran Bretaña se acercaba a toda velocidad. Serían más de seis meses en total. Valeria ya había renunciado a su trabajo. A la vuelta buscaría algo afín a su carrera como contadora.
Curiosamente el tema del viaje no le hizo ruido a Pablo. La alentó a hacerlo: “Vale, tenés que irte. Uno no puede dejar de hacer algo en función de otra persona. Es una meta. Completala. Yo hice mi experiencia en el exterior a los veinte y es importante. ¡Si esto funciona vamos a aguantar seis meses! Si no podemos resistir es que no era…”, dijo comprensivo. Además, sugirió que podría escaparse para ir a visitarla.
El tema quedó zanjado.
Los padres de Valeria sabían que ella estaba iniciando una relación, pero no sabían con quién.
Una semana antes de tomar su vuelo a Londres juntó coraje y lo invitó a comer con sus padres. Fue una sorpresa para ellos verlo llegar. Enseguida recordaron su cara. Hubo risas, bromas y complicidad. Por suerte la reunión resultó muy agradable. Sus hermanas lo ametrallaron a preguntas. Sobre todo la menor quien ya soñaba con estudiar medicina.
Cuando Pablo se fue, sus padres le pidieron tener una charla a solas. Le hicieron dos preguntas: ¿Estaba segura de salir con alguien tanto más grande?, ¿Qué pasaría durante su ausencia? Ella los tranquilizó.
Al aeropuerto la llevó Pablo. Se despidieron desgarrados. Valeria abordó su avión con el corazón partido.
El punto feliz
A los tres meses Pablo cayó por sorpresa a donde vivía Valeria en las afueras de Londres. Se quedó diez días. Fue entonces que empezaron a pensar cómo seguirían a su vuelta. Pablo le anunció: quería que se fuera a vivir con él a su departamento.
En esta historia no hubo malos ratos, ni grises, ni dudas, ni celos. El amor brotó sin malas hierbas y al año estaban juntos, planeando un casamiento y la llegada de hijos. Entre las cirugías de él y las cuentas de ella en una compañía extranjera donde consiguió un excelente empleo, el amor siguió sin desviarse de la senda esperada.
Antes de que Valeria cumpliera 30 años tuvieron a Helena y hace poco, muy poco, llegó a sus vidas Jacinto.
“No sé si nuestra historia de amor es para esta sección, porque muchas veces leo dramones. La nuestra no tiene lados oscuros, por los menos hasta hoy, jajajaja Creo que es una muy linda historia, pero no quiero que vaya con apellidos ni fotos porque creo que no va con nuestra forma de ser. El opera, yo trabajo en una compañía seria y no quiero exponer a nadie. Soy fanática de la sección aunque, a veces, las historias terminen mal y me dejen con sabor a tristeza. Tengo suerte de tener el marido que tengo. Nos amamos y nos complementamos. Lo único que sé es que sin mi apéndice no hubiera existido Pablo, sin Pablo no estarían ni Helena ni Jacinto y yo no experimentaría esta felicidad. Porque él y yo no teníamos nada en común antes de ese sanatorio. No éramos de mundos cercanos, no habíamos vivido cerca, no habíamos compartido colegio ni universidad, no teníamos profesiones afines, ni amigos en común. Nada de nada. Estamos los dos muy agradecidos a aquel quirófano y a aquella guardia que nos terminó uniendo de esta manera sólida y sin fisuras. Somos totalmente felices y apostamos por seguir así todo lo que nos reste de nuestros días”.
Las urgencias de salud suelen tratar temas de vida y de muerte. En este caso, nada de eso. La urgencia fue del corazón que despertó al amor.
Punto feliz.
Fuente: Amores Reales Infobae