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Oberá, una ciudad forjada por el trabajo y la herencia inmigrante

Oberá, la ciudad misionera que nació de los sueños de inmigrantes europeos, el 9 de julio celebra 97 años de su fundación.

Oberá

Fundada el 9 de julio de 1928, Oberá nació bajo el impulso de colonos europeos que llegaron a Misiones tras las guerras mundiales. Suecos, ucranianos, polacos y alemanes, entre otros, encontraron en estas tierras rojizas un lugar para reinventarse. Trajeron consigo no solo técnicas agrícolas, sino también una ética de trabajo que se convirtió en el cimiento de la ciudad. Con el tiempo, la mezcla de culturas dio forma a una identidad única, visible en su arquitectura, su gastronomía y festivales como la Fiesta Nacional del Inmigrante. Aunque comenzó como un pequeño poblado rodeado de selva, el espíritu emprendedor de sus habitantes la transformó en un centro económico clave de la provincia.

El progreso de Oberá no fue casualidad. Desde sus inicios, la comunidad priorizó la educación y el cooperativismo, como lo demuestran instituciones pioneras como la Cooperativa Agrícola Limitada.

El desarrollo del transporte a lo largo del tiempo aceleró su crecimiento, permitiendo que productos locales como la yerba mate y el té llegaran a nuevos mercados. Hoy, la ciudad conserva ese ADN laborioso mientras abraza la modernidad.

Sus calles empinadas, que antaño fueron picadas en en cerro, ahora albergan universidades y empresas que testimonian el legado de aquellos primeros colonos.

La Academia Sarmiento, el primer centro de información de la ciudad

Entre quienes atestiguaron esta transformación está Nicolás Szmandiuk, cuyo relato encapsula la esencia de la Oberá rural. Su familia trabajó una chacra a diez kilómetros del centro, donde cultivaban maíz, mandioca y criaban carpas en tajamares artesanales.

“Teníamos 60 colmenas. La abeja no picaba si la tratabas con respeto: ropa limpia, nada de alcohol”, recuerda. La apicultura no era solo un sustento; su padre importó desde Europa una estampadora de cera que abasteció a media provincia. Esta anécdota refleja cómo las familias obereñas combinaban tradición e innovación para prosperar. A pesar de su edad, hoy, Nicolás, continúa honrando ese legado todos los días en la huerta de su casa, fabricando chorizos ahumados, salamines, chrucrut y polvo de cúrcuma que el mismo produce y procesa.

El comercio también marcó la vida de Szmandiuk. En 1968 abrió un negocio de materiales eléctricos que requería viajes mensuales a Buenos Aires. “Vendíamos un 10% más barato que la competencia”, cuenta con orgullo.

Su esposa, Elvira Dmitruk, añade otro matiz: “Antes la gente era más unida; extraño la cooperativa”. Para ellos, el cierre de esta institución simboliza un cambio en el tejido social, aunque reconocen que el crecimiento trajo oportunidades. Nicolás, por ejemplo, electrificó secaderos de yerba en Guaraní y Guayavera, llevando progreso a zonas rurales.

Con mas de 50 años de existencia el negocio de Nicolas y Elvira continúa en administración de la familia

Por su parte, Anselmo Rodríguez, de 94 años, ofrece otra perspectiva. Llegó de Encarnación a los siete años y vio cómo la selva cedía paso a la urbanización. “La avenida Tucumán era un trillo. Donde hoy hay edificios, antes solo había montes que mi papá talaba con hacha”.

Su historia personal es un testimonio de movilidad social: tras estudiar en la Academia Sarmiento, trabajó en una Estación de Servicio del pueblo y luego en la obra social OSECAC, donde aprendió el valor de la formalidad laboral. “Oberá creció por su gente”, insiste con cariño y admiración hacia grandes empresarios que construyeron colosales organizaciones que eran inimaginables al momento de sus comienzos.

Rodríguez destaca otro pilar del desarrollo local: el comercio. “Siempre apoyé a los negocios de acá”, dice, aunque admite que antes “se trabajaba mejor”. Sus recuerdos incluyen empresas emblemáticas como Casa Baetke o Expreso Singer, y detalles pintorescos como un mirador de madera de 15 metros desde donde observaba el pueblo incipiente.

Anselmo recordo que esa estructura fue construida por un suizo cuyo nombre no recuerda y que cobraba un pequeño boleto para admirar el paisaje. Para él, lo más valioso es el sentido de pertenencia: “Me hice obereño. Amo esta ciudad como si hubiera nacido aquí”.

Hoy, Oberá enfrenta nuevos desafíos. Sin embargo, su esencia perdura. Como resume Rodríguez: “Es una ciudad que creció con el sudor de su gente”. Los relatos de estos vecinos no solo preservan la memoria, sino que inspiran a las nuevas generaciones a honrar ese legado de esfuerzo y comunidad. En sus voces, el pasado y el presente se entrelazan, recordándonos que las ciudades, al fin y al cabo, las construyen las personas.

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